domingo, 26 de julio de 2009

Chaco, pobreza y desnutrición


“Mi sueño es tener un telescopio para poder mirar el cielo, la luna y las estrellas” Iván González es el dueño de esas palabras cargadas de esperanza e ilusiones. Iván González es un chico de 14 años que pesa 17 kilos y que desde su nacimiento padece de una distrofia muscular congénita agravada por un cuadro de desnutrición de tercer grado. Iván González vive junto a sus cinco hermanos en una vivienda sumida en la pobreza de la villa Don Alberto, a poco menos de 30 cuadras de la Casa de Gobierno de la provincia del Chaco que se emplaza en Resistencia, la capital provincial más pobre de Argentina. La postal lo dice todo. La avenida Soberanía divide dos realidades diferentes pero parecidas. Un cordón de asentamientos de 24 kilómetros, y en extrema pobreza, abraza el casco urbano de la capital, lo abraza hasta ahogarlo en su color miseria, lo abraza con desesperación. Grises y ocres de dolor, chapas, cartones, maderas roídas por la humedad, plásticos, cualquier cosa que provenga de la basura, se encargan de convertirse en casas precarias del conglomerado. Y más acá, las casas de la clase media, tomando el mismo color que ese más allá tan cercano, y es que en el Chaco, la “resistencia” ha cedido con los calambres del hambre. Y allí es donde vive Iván González. En ese infierno que de pobre ni es infierno. Postrado en una cama de sábanas desteñidas por sus desnutridos 17 kilos, no puede más que ver el cielo desde un agujero en la pared que juega a ser ventana. Recuerda que su padrastro asesinó a su madre, que su hermana mayor pidió, reclamó, suplicó por una silla de ruedas para que él pudiera sentarse e ir a la escuela, y la respuesta fue una silla de ruedas rota, como burla, como ironía de lo solo que está en este mundo de injusticias y desigualdades. Respira y el abdomen se le llena de costillas visibles como la pobreza que lo rodea. Iván González suspira y sonríe, y odio que sonría, odio que no sienta odio, ira, ganas de matar.

El Gobierno provincial organizó una especie de censo para sacar números del estado de la provincia, como si eso solucionara algo, como si, de verdad, el porcentaje sea lo importante. Dijeron que los resultados desalentaban: Casi 36% de la población se encuentra por debajo de la línea de pobreza y poco menos del 10% por debajo de la línea de indigencia, más unos 11000 niños con primero, segundo y tercer grado de desnutrición. Los números no dan de comer, no visten, no acarician, mucho menos los números mentirosos. La realidad es más brutal que la reflejada por los números oficiales. La pobreza real roza el 50% entre los que desangra un 17% de indigentes, los niños desnutridos se estiman en 15600, sí, 15600, y la mortalidad infantil está por encima de los 21,2 cada mil nacidos vivos. Iván González no murió al nacer, pero muere postrado día a día. Sueña con ir a la escuela. Cosa tan simple para muchos, no para los chaqueños. No quiere perder más clases. Sufre por ello. Y por el frío que entra a través de una ventana que jamás tuvo vidrios. Se lamenta tapado hasta el cuello con esas sábanas delgadas, roídas, añejas. Se lamenta por la computadora que el Estado le envió y que jamás ha funcionado. Se lamenta un rato y vuelve a sonreír, imagino que le sonríe al periodista que lo entrevistó y colgó la nota en un diario de Buenos Aires para que yo, como tantos otros con comida en la mesa y computadora con Internet, haga una crónica de su pequeña vida.

Iván, Iván resuena en mi mente. Su nombre, sus miserias, sus huesos deshechos, su abdomen inflado de esperanzas y de desnutrición… y su sonrisa. Me mata su sonrisa más que su dolor. Y me mata su pequeño sueño. Un telescopio para ver el cielo, la luna y las estrellas.

domingo, 5 de julio de 2009

Coltan, el corazón de las tinieblas





Un ataúd pequeño como el cuerpo que lleva dentro se hunde en la fosa cavada en el suelo húmedo de la selva. Djemimana, la niña en su interior, no llegó a cumplir el año de vida. Murió de hambre en los brazos de su madre, infestada de moscas y gusanos. Sus manitos sostenían el dedo mayor de la mano derecha de la mujer. Su rostro inocente nunca supo de sonrisas. Sus dientes no terminaron de salir a la vez que sus encías poco supieron de alimentos.

La tumba Djemimana, la menor de cinco hermanos - fallecidos semanas atrás en plena travesía hacia una libertad que en Congo… no existe - yace en medio de la selva apenas marcada por una cáscara de banana. En cuestión de horas su madre morirá víctima de los golpes y las heridas provocadas por la vejación propinada por una decena de guerrilleros. Sí, en el Congo las violaciones a mujeres incluso embarazadas es cosa de todos los días.

En Goma, ciudad ubicada al este de la República Democrática del Congo, la guerra de guerrillas, los explotadores de recursos naturales, el tráfico y la selva no dejan que nadie le escape a la muerte. Veintitrés grupos armados en su lucha por los tesoros del suelo congoleño han provocado una marea de desplazados y refugiados como pocas en la historia de África. Y para colmo de males, las tropas del ejército nacional, sin servicios y mal pagas, no hacen más que convertirse en los lugartenientes del caos sobre el caos, explotando a las poblaciones y generando un estado de dramatismo total.

A finales de octubre, Laurent Nkunda, general rebelde de la tribu de los tutsi, se puso al mando de seis mil hombres y atacó a las tropas regulares congoleñas en la provincia de Kivu Norte, protegido por la ubicación estratégica del territorio que se encuentra en los límites con Ruanda y Uganda, buenas vías de escape en caso de perder. Se arrasaron aldeas, se violaron a miles de mujeres como Oliva, se mataron a miles de niños como Djemimana, se sembró muerte sobre muerte sobre muerte. Todo frente a los ojos de la MONUC, el mayor ejército que las Naciones Unidas a desplegado en el mundo, con más de diecisiete mil efectivos, diecisiete mil que no hacen más que pedir tregua mientras sus rostros son salpicados con la sangre de los inocentes, diecisiete mil espectadores de lujo de una de las peores tragedias de la historia. Y ellos, con sus armas enfundadas rechinando los dientes.

“Debemos defender con nuestras vidas los derechos de los tutsi que viven en la República Democrática del Congo y combatir a los rebeldes hutus para no perecer” dice enarbolando una bandera, Laurent Nkunda, mientras sus ojos se iluminan con el poder que podría otorgarle el coltán.

Oliva tiene siete años. Sus piernas son tan delgadas que apenas sostienen a su cuerpo de abdomen hinchado y costillas al viento. Mientras toma dos trozos de coltán para ponerlos en una bolsa mira a un efectivo del MONUC y este agacha la cabeza. Oliva no sueña. Oliva no sabe de juegos de niños. Oliva no tiene padres, ellos murieron en combate. Oliva morirá sin saber que aquello entre sus manos es el mineral del futuro del cual el Congo posee el 80% de la reserva mundial, vital para los misiles balísticos que matan a su pueblo y a otros, para los videojuegos de los niños de occidente, para los celulares que llevan y traen saludos y abrazos y besos virtuales, para las computadoras y los aparatos de diagnósticos médicos… y es que Oliva no conoce nada de eso. Es una niña sin sonrisas ni lágrimas, con mucha hambre y dolor. Seguramente su tumba será marcada con una cáscara de banana junto al cadáver de la indiferencia, esa indiferencia que nos aleja de ellos por temor a sufrirlos, por simple lejanía, porque somos humanos y como tales cuidamos el culo que nos corresponde y más nada.

La caída del AIRBUS A310 YEMENIA


Bakari Bahiya se ha convertido en una adolescente de catorce años que sabe de vida y de muerte. Bakari significa "esperanza" y hace unos días se convirtió en la única sobreviviente del accidente aéreo del Airbus A310 de la aerolínea Yemenia. Bakari era una de los 153 tripulantes. Su madre también.

Antes de estrellarse contra las costas del archipiélago de las Comoras, a 17 millas de Moroni, su capital, el avión no emitió señal alguna de auxilio. No tuvo tiempo. Solo se les avisó a los tripulantes que se pongan los salvavidas por precaución. El mal tiempo los empujó hacia la línea del horizonte más acá. Bakari escuchó un estallido ensordecedor acompañado de una fuerte descarga eléctrica y luego... todo negro. Tan negro que de un segundo a otro se encontraba inmersa en la oscuridad absoluta... en pleno océano Indico. Las olas heladas la arrastraron hacia cualquier parte y hasta pudo escuchar a otras personas pidiendo la ayuda que no llegaría a tiempo. Bakari tembló de miedo, de frío, de angustia, de frío, de desconsuelo, de frío. Y tembló de muerte. Se aferró - a pesar de su clavícula rota y varias quemaduras - a un trozo de lo que fuera el avión porque el instinto de supervivencia así se lo indicó. Lloró y se durmió.

Despertó mucho después, en la cama de un hospital de Moroni y llamó por teléfono a su padre, quien vive en los suburbios de la capital francesa. Paris y Moroni es un mundo de distancia, pero para Bakari, es mucho más que eso. Su padre está allí, su madre, en ninguna parte. Está sola, aunque su nombre signifique esperanza. Es la única sobreviviente de una de las tragedias aéreas más grandes de la historia, justo un mes después de la caída el Airbus francés en el Atlántico. "Habíamos caído al agua. Oía gente hablando pero no veía a nadie. Todo estaba negro a mi alrededor" cuenta a su padre con la mirada perdida en las sombras del recuerdo... y llora. "Sé que mamá no está en la habitación de al lado. Si estuviera hubiese venido a verme" Una lágrima se hace océano en su rostro "Tengo claro todo lo que ha pasado" y el silencio se hace eco en su dolor.