
El hambre es una sensación que se experimenta cuando el nivel de “glucógeno”, una especie de combustible almacenado en el hígado y usado para esfuerzos intensos, no cubre con los requerimientos del cuerpo. La ausencia de alimentos durante horas produce bajas de esos niveles y es cuando comienzan a aparecer los primeros dolores de hambre: dolores abdominales producto de las contracciones en la boca del estómago que clama con estímulos la ingestión de alimentos. Cuando las horas se suceden y se transforman en días sin comer o comiendo en cantidades mínimas, el dolor deja de ser espasmódico para volverse continuo. Cuando el hambre es extrema y se extiende a muchas personas de la misma comunidad o región, ya no se habla de “hambre” sino de “hambruna. En muchas regiones de África existen inmensos “campos” de hambruna, sitios asediados diariamente por guerras civiles fraguadas en oleadas de limpiezas étnicas. América latina está lejos de esos índices de violencia e inestabilidad - aunque los tenga en su medida - pero no escapa a la flacura de una hambruna no declarada. Y allí, yace Argentina. Un país al que la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) asegura que posee el 0,65% de la población mundial, y produce el 1,61% de la carne y el 1,51% de los cereales del mundo. Sí, podría alimentar al doble de su población sin la necesidad de importar un solo saco de trigo ni media vaca, y aún así, nueve millones de niños sufren los dolores abdominales del hambre. Resumiendo. Haciendo números. Convirtiendo a todas esas bocas hambrientas en un número frío, impávido, inútil. En el 53% de los hogares argentinos, hay niños que no cubren la porción mínima de alimentos diarios. De ese número enorme nace un número menor pero mucho más terrible. Unos 2920 niños mueren, sí, mueren por desnutrición. Recuerdo a los niños indigentes, por cientos, vagando por las calles de la capital argentina, pidiendo monedas, botín mísero que irá a parar a manos de sus tutores, también indigentes, también analfabetos, también hambrientos.
En el 2007, durante el gobierno de Néstor Kirchner, Argentina asumió el compromiso ante la Organización para las Naciones Unidas, de reducir la pobreza, al menos, a un 20% antes del 2015. A cinco años de la expiración del trato, la indigencia y el hambre suman bocas y estómagos a sus filas. Pies descalzos se desangran en el asfalto gris de las grandes ciudades del país y otros, se hunden en el polvo de los pueblos abandonados a su suerte. Existen ONG, existen personas que intentan cambiar ese destino, pero el Estado solo subsidia a la mitad. La otra mitad se mantiene como puede. Y en esa madeja de números en rojo, o mejor dicho, de bocas hambrientas, la familia Kirchner es acusada de enriquecimiento ilícito por la compra de terrenos fiscales a precios ínfimos y de dólares con fines especulativos. Y la respuesta a las acusaciones y a cualquier crítica, es endilgando culpas, escupiendo insultos a propios y ajenos, apuntalando a la oposición como desestabilizadora y apoyada por medios que quieren derrocar a la presidenta y hacerse del poder. Como si eso fuera un plato de comida en la mesa de los pobres, de los hambrientos, de los que padecen de dolores de estómago cuando los corruptos eructan su soberbia. Como si eso fuera una solución al verdadero problema de un país que podría alimentar a dos Argentinas y no puede ni siquiera con la mitad de una.